Por Tamara Cardoso Martínez.
¿Qué tiene la muerte que nos fascina tanto? Mejor aún, ¿qué nos lleva a preservar la idea de un regreso de las almas de nuestros difuntos amados? Acaso es el consuelo que nos polariza los sentimientos. Por un lado, la no resignación o aceptación de la muerte que nos arrebata a alguien que queremos; por el otro, el inmenso regocijo que cada año experimentamos con la impresión de que, de alguna manera, vuelven a nosotros y no nos dejan del todo. En un país cuyo territorio tiene una marcada influencia prehispánica Nahua (los Mexicas pertenecieron a éste pueblo), bien podemos aplicar su concepto de la muerte: “Nosotros comemos de la tierra, por ello la tierra nos come”. Y es que ésa idea es parte de lo que venimos heredando y que junto con nuestra herencia castellana-católica, forman un sincretismo verdaderamente rico en rituales-celebraciones, creencias, gastronomía, música y convivencia social. Combinaciones que hacen de cada celebración del día de muertos algo sui géneris, pues aunque se parezcan, las condiciones de cada lugar le dan ésa característica.
Enclavado en la Mixteca Baja, se encuentra el pueblo de San Jerónimo Xayacatlán, que al igual que la mayoría en el país, celebra a sus fieles difuntos preparándoles un festín y bienvenida dignos de ellos. Para esto, la gente se alista limpiando las sepulturas de sus familiares y acondicionando sus casas para poner la tradicional ofrenda. El día 28 de Octubre, que corresponde a los fieles accidentados, se pueden empezar a ver algunos arreglos florales y veladoras en el panteón. El día 31 acudimos a la plaza de la vigilia a comprar todo lo necesario para la comida y los enseres que ocuparemos. La carne de chivo (para los que no pudieron o quisieron matar uno en casa) y la hierbabuena para el mole, la fruta (manzanas, naranjas de ombligo, mandarinas, plátano perón), la hierba santa y semilla de calabaza para el pozole, la hoja de aguacate para las enfrijoladas… Los petates, chiquihuites, canastas, ayates, tenates, platos de barro o cerámica y tal vez algún juguetito o cosa alguna que complemente lo que se ofrenda. Y, por supuesto, la cempaxóchitl y la flor de terciopelo, las veladoras y las coronas de cucharilla para adornar y velar las tumbas. Una verdadera romería se vuelve nuestra plaza.
El mismo día 31, a las cuatro de la madrugada, los sacristanes repican las campanas de la torre y la Banda Filarmónica toca (a veces rondas infantiles) para recibir a los angelitos, pues es el día indicado para la llegada de los fieles niños. En casa se les recibe con el incienso y el atole de granillo. Al mediodía se les pone alguna sopa o comida propia de la edad, además de dulces, cocolitos, tortas (pues no acostumbramos las hojaldras sino la torta de canela con huesitos de masa de sal) y fruta. Su misa se celebra el día 1º. y creemos que se van cargados de los dulces y juguetes que les damos.
El día 1º. de Noviembre, se repite el repique de campanas y la música, que en éste caso será fúnebre, a la misma hora: cuatro de la madrugada. Las casas, que ya han empezado a guardar el aroma a incienso, lo reafirman con el que quemamos para recibir a los fieles difuntos, los grandes. Éstos las reconocen por el camino de flor amarilla que se hace desde la calle y la luz de las veladoras que los guía. Sobre la mesa (adornada con un mantel negro sobrepuesto sobre uno blanco) o petate de ofrenda encuentran el jarro de agua, el pocillo con agua bendita, los platos con nuestro tradicional pozole de semilla de calabaza, el queso y la mantequilla de rancho, el pan de muerto (cocolitos blancos y colorados y tortas) y la fruta. Al mediodía deben degustar el delicioso aroma del mole de chivo con tortillas calientitas, la bebida o refresco de su preferencia mientras vivían y, ¿por qué no? un trago de aguardiente y un cigarrito para el desempance, tal como alguna vez lo hicieron.
Por la noche, los que no lo hicimos en la tarde, acudimos al panteón a velar las sepulturas que vamos a adornar con lo que hemos comprado. Mientras hacemos ésto, los sacristanes, pendientes de su labor, no dejan de repicar las campanas toda la noche; un repique tan lento, tan “solitario” que logra evocar ése recuerdo triste que deja la muerte. La banda de música, de tumba en tumba, se apresta a interpretar las melodías fúnebres o cualquiera que fuera del agrado del hermano que ya no está con nosotros. Aprovechamos también para saludar a la familia viva que regresa al pueblo a cumplir con la tradición y a los que siempre estamos. Así transcurre la noche de velación.
“Sin sentirlo” llega el día 2. Repican las campanas para la misa y después de ésta, éllos se irán, no sin haber probado las dita’ntuchi (enfrijoladas) que corresponden a ése día. Las familias van a misa, algunos con las ceras que arderán al frente de las tumbas en lo que aquélla se realiza. En casa, junto a la ofrenda, han quedado listas las canastas con sus servilletas nuevas y los chiquihuites envueltos en ayates, ambos llenos de pan para el viaje; las primeras para las señoras, los segundos para los señores. Se reserva una porción de carne de chivo para hacer el tasajo, el mismo que les servirá para ir mascando en su camino de regreso a… quién sabe con seguridad a dónde, rumbo al río, el místico río que ya una vez cruzaron para poder llegar a aquél lugar. Allá, en donde los que han fallecido en días anteriores se quedan a resguardar mientras los que lo han hecho recientemente ayudan a cargar las cosas que se han de llevar. Mientras los vivos no quedamos con la mezcla de alegría por la visita y tristeza por la partida; sentimientos aderezados con el olor a incienso y a cempaxóchitl, ésa flor que los dioses dieron a los chichimecas para el culto y honor de los muertos que cayeron en su travesía, en éste caso: la vida.
Así transcurre la celebración del día de muertos en San Jerónimo Xayacatlán, tan igual y tan diferente a las demás. Con ésas costumbres producto de la Mesoamérica y la Castilla, de la cosmovisión y la evangelización, de lo pagano y lo religioso; un mestizaje realmente delicioso.
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